La conmemoración del Día del Trabajo estuvo marcada por multitudinarias protestas y manifestaciones de descontento social y sindical en el mundo. En Europa, las movilizaciones se desarrollaron tanto en naciones como España y Grecia –cuyas principales centrales obreras condenaron los programas de ajuste emprendidos por los gobiernos de Madrid y Atenas– como en países ricos y prósperos (Alemania y Francia entre ellos). En nuestro continente, las nutridas concentraciones se sumaron a expresiones diversas, como el movimiento estudiantil, en Chile, o las distintas versiones de Ocupa Wall Street en varias ciudades de Estados Unidos. Por lo que hace a México, miles de agremiados de organizaciones sindicales independientes –electricistas, telefonistas, universitarios, maestros y empleados del sector salud, entre otros– manifestaron su hartazgo ante la violencia, el desempleo, el subempleo y los ínfimos salarios de la mayor parte de quienes aún reciben una remuneración regular.
Pese a la heterogeneidad y la diversidad de esas movilizaciones, todas tienen como denominador común el repudio a un modelo económico global que, puesto en situación de emergencia e incluso en periodos de relativa estabilidad, sacrifica el bienestar de las poblaciones en un afán de apaciguar a los mercados –eufemismo que designa la voracidad de los capitales financieros trasnacionales–, cuya aplicación se ha traducido, en recientes décadas, en liquidación de las actividades productivas –es decir, del factor que genera riqueza en la economía– y en el encumbramiento de los intereses de un puñado de grandes accionistas y especuladores.
Dicha
estrategia, que en el pasado devastó entornos sociales en países latinoamericanos como el nuestro y que, en tiempos más recientes, hizo otro tanto en naciones periféricas del viejo continente, como Grecia, tiene actualmente en España su ejemplo más acabado: como demuestra el anuncio del presidente de gobierno español, Mariano Rajoy, de que habrá reformas y ajustes cada viernes, la sociedad no parece tener, en el horizonte inmediato, más alternativa que padecer nuevos recortes en materia de educación y salud, un mayor retroceso en el Estado de bienestar que se había venido construyendo desde el fin de la dictadura, y un agravamiento del desempleo en ese país, que actualmente afecta a más de cinco millones de personas.
Todo ello a pesar del nulo impacto positivo que tienen esas medidas en la reactivación de las economías colapsadas: como señala un informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo, las políticas de austeridad lanzadas para tranquilizar a los mercados financieros son contraproducentes y tienden a profundizar la crisis laboral y podrían incluso provocar una recesión en Europa, extendiendo la que ya padecen las naciones mediterráneas. Tanto más contundentes son, en todo caso, las cifras dadas a conocer anteayer por el Banco de España, de que en el primer trimestre del año, a pesar de los esfuerzos del gobernante Partido Popular por cortejar a los mercados, se reportó una fuga masiva de capital extranjero que superó 61 mil millones de euros, lo que sitúa la inversión foránea en la economía de ese país en el índice más bajo en la historia reciente: 37.54 por ciento.
En México, por desgracia, se vive una situación semejante. A la inveterada persecución de sindicatos independientes y a la persistencia de los controles institucionales corporativos y autoritarios en materia laboral –dos de los hilos de continuidad entre presidencias priístas y panistas– se suma un entorno social y económico en que el número de desempleados asciende a 8.7 millones –según datos del Centro de Análisis Multidisciplinario de la UNAM–, en el que la pérdida del poder adquisitivo del salario real asciende a 42 por ciento en lo que va de la presente administración, y en el que persisten los intentos por derrumbar –ya sea en el marco de la ley o por la vía de los hechos– las conquistas laborales históricas alcanzadas por los trabajadores.
La desastrosa circunstancia laboral presente es, pues, un componente ineludible del descontento social que recorre el mundo; una causa principal del crecimiento de la pobreza y del ahondamiento de la desigualdad y, en naciones como la nuestra, un elemento que incide directamente en la proliferación de expresiones delictivas y violencia descontrolada.
Ante tales circunstancias, lo sorprendente no es, en todo caso, que se multipliquen las muestras de indignación como las que se expresaron ayer por todo el mundo, sino que éstas no sean más recurrentes y no hayan derivado, hasta ahora, en una ingobernabilidad generalizada.
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