Es difícil sostener –como hizo el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, en el autohomenaje del miércoles pasado en el Auditorio Nacional– que en el presente sexenio hemos mantenido, firmemente y con responsabilidad la conducción de nuestra economía, pues tal aseveración choca con el incremento exponencial del endeudamiento público en la actual administración. Según datos reportados por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, la deuda contratada por el gobierno federal, tanto en el mercado interno como en el exterior, creció 142 por ciento entre diciembre de 2006 y febrero del presente año, al pasar de un billón 985 mil 812 millones de pesos a cuatro billones 813 mil 770 millones, monto que equivale al 34 por ciento del producto interno bruto en 2011.
La difusión de tales cifras aporta elementos de juicio preocupantes en torno al manejo de las finanzas públicas por el grupo que detenta el poder. En primer lugar, el crecimiento del endeudamiento interno y externo podría justificarse si se viera reflejado en una mejora de los servicios públicos; en el cumplimiento cabal de las responsabilidades elementales del Estado en materia de seguridad, salud, vivienda, empleo y educación; en estímulos a la economía real y las actividades productivas y, en suma, en mejoras a la calidad de vida de las personas. No obstante, el periodo de referencia coincide con un deterioro pronunciado en las condiciones de subsistencia de las mayorías; con un alza en el déficit de empleos y un ensanchamiento de la informalidad; con el encarecimiento injustificable de tarifas y servicios públicos, empezando por el de los energéticos; con la persistencia del patrimonialismo y la opacidad en la conducción de los recursos públicos y con un paroxismo de violencia y barbarie que menoscaba las garantías fundamentales de las personas y que no ha podido ser atenuada por el gobierno federal.
Por otra parte, en un momento en que el mundo parece enfilarse a nuevas simas de debacle económica como resultado del incremento desmedido en deudas públicas de naciones europeas, el crecimiento exponencial de ese indicador en nuestro país es un dato nada alentador. Es cierto, como sostiene el propio Felipe Calderón, que la deuda de México resulta –en términos proporcionales– mucho menor que la de países como Grecia y España, pero ante el desaforado crecimiento de los pasivos del gobierno, frente a la discrecionalidad y falta de control con que se suele manejar los recursos públicos y habida cuenta de la ausencia de mecanismos efectivos de rendición de cuentas, no puede descartarse el riesgo de que el país vuelva a enfrentar, en el futuro, escenarios de pesadilla similares a los que vivió en décadas pasadas.
Por otra parte, la difusión de estos datos desacredita los reclamos del gobierno federal y su partido al crecimiento de las deudas públicas estatales, elemento que ha sido utilizado como instrumento de golpeteo político contra gobiernos de la oposición. Por impresentable y peligroso que resulte el aumento desmedido de esos pasivos, resulta claro que dicho fenómeno no es privativo de partidos o niveles de gobierno en particular, sino una tendencia generalizada que refleja poca responsabilidad en el manejo de las finanzas públicas, y que deriva casi invariablemente en afectaciones al patrimonio del país y a su población.
Es claro, pues, que las autoridades federales no tienen autoridad moral para erigirse en ejemplo de manejo eficiente del gasto público frente a opositores políticos, ni mucho menos frente a gobiernos extranjeros. En éste, como en otros ámbitos de la conducción económica nacional, es necesario un cambio de rumbo que permita al país frenar, o por lo menos disminuir sustancialmente, su ritmo de endeudamiento y que reoriente los recursos públicos al desarrollo del mercado y la economía internos.
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