La cifra de 5 mil 176 recomendaciones emitidas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) a varias entidades gubernamentales –Ejército, Marina y policías de diversos niveles, entre otras– por violaciones a las garantías individuales durante el presente sexenio, el incremento consistente en los casos comprobados de atropellos de autoridades contra la población –de 336 en 2006 a mil 666 en 2011– y la proliferación de denuncias ante el organismo público encargado de defender los derechos fundamentales a escala federal permiten constatar la persistencia de los escenarios de violencia en el país, que incorporan –como prácticas recurrentes– las detenciones ilegales, los tratos crueles e inhumanos, la tortura y otras prácticas similares por parte de quienes debieran resguardar el estado de derecho.
Tal situación confirma, de forma particularmente dolorosa, las advertencias lanzadas en su momento por diversas organizaciones de la sociedad civil, académicos, miembros de la clase política y por la propia CNDH, en el sentido de que el involucramiento de las fuerzas armadas en tareas policiales derivaría, más temprano que tarde, en condiciones propicias para los atropellos masivos a las garantías de delincuentes reales o presuntos, pero también de civiles inocentes.
Casi tan desoladora como la evidencia de crímenes como los referidos –que se suman a la cuota diaria de ejecuciones y levantones asociados al narcotráfico–, es la persistencia, en el tramo final de este gobierno, de un discurso oficial extraviado y ajeno a la realidad: en un documento recientemente divulgado en su revista electrónica, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) sostiene que el Ejército y la Fuerza Aérea Mexicanos respetan los derechos humanos, y señala que es falso que exista una violación sistemática de los mismos por parte de sus efectivos, pues únicamente se han confirmado ilícitos en 92 casos, equivalentes a 1.6 por ciento del total de quejas presentadas ante la CNDH.
Aun dando por buenas las cifras de la Sedena, los 92 casos aludidos dan un promedio de más de un atropello por mes en lo que va de la actual administración; ese ritmo es indicativo de un patrón de violaciones a los derechos humanos que resulta impresentable incluso en el contexto de la desmedida movilización militar ordenada por el gobierno calderonista para hacer frente al crimen organizado. Por otra parte, una sola violación al marco legal cometida por una autoridad desvirtúa el empeño de hacer valer la ley, contribuye a multiplicar la zozobra de la población, de por sí indemne frente a los delincuentes y, en el caso concreto de los militares, transforma el respeto y la confianza en temor y repudio.
Es claro que por la vía transitada hasta ahora no podrá lograrse el acuerdo social indispensable para que el combate a la delincuencia desemboque en algún resultado positivo. Para ello, además de una real disposición a combatir la delincuencia y la inseguridad desde sus causas originarias –lo que implica un viraje de fondo en el actual rumbo económico del país, generador de pobreza, marginación, desempleo, desintegración social y otros elementos que componen un caldo de cultivo para la delincuencia–, es necesario un compromiso real de los distintos niveles de gobierno en la observancia de la legalidad en todos sus aspectos, y la comprensión de que la ilegalidad no puede combatirse con ilegalidad y de que ésta no se reduce al narcotráfico, el secuestro, el homicidio y el robo, sino incluye la corrupción, el desvío de recursos, las distorsiones a la voluntad popular y, desde luego, las violaciones a las garantías individuales, que en este sexenio han alcanzado niveles indignantes y escandalosos.
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